Re: [GloranthaHispana] RE: (G) - Cuatro extraños en una posada

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Fecha: Tue, 22 Mar 2011 17:26:02 +0000


Que bueno!!!!!

De: xavierllobet <xavierllobet_at_...>
Asunto: [GloranthaHispana] RE: (G) - Cuatro extraños en una posada Para: GloranthaHispana_at_yahoogroups.com Fecha: domingo, 20 de marzo, 2011 17:56

 

Buenas:
Pego aquí el relato por si a alguien le da pereza acceder a los Archivos:

CUATRO EXTRAÑOS EN UNA POSADA Todos los presentes en la sala común de la posada se afanaban a ocuparse de sus propios asuntos de una manera muy visible, pero ninguno podía evitar lanzar miradas furtivas a la mesa del rincón más apartado donde había cuatro individuos muy extraños, sentados prácticamente a oscuras, bebiendo juntos.

En aquella mesa, sentada de espaldas a la sala, había una mujer de mediana edad vestida con una túnica blanca. Todo el mundo la había visto entrar y todos se habían fijado en su larga y exuberante cabellera peinada con fuerza hacia atrás, en su lánguida belleza que había visto mejores días y en la impasibilidad de su mirada severa. A su derecha descansaba un bastón largo y sin adornos. A su izquierda había sentado un hombre esbelto, todo músculo y fibra. Tenía el pelo canoso y corto, y la ropa de colores negros y grises que llevaba bien ceñida al cuerpo parecía haber sido remendada a menudo y ser totalmente funcional. Tenía una espada larga envainada y apoyada contra la mesa que parecía estremecerse de vez en cuando. Parecía sumido en la conversación con sus compañeros, mas sus ojos no cesaban de examinar al resto de parroquianos. Con todo, lo que más inquietaba a la gente de la posada era la runa de la muerte que llevaba grabada en  la frente. A la derecha de la mujer de la túnica blanca había sentado un hombre enorme y de gran peso. Si bien el tipo de la runa de la muerte era esbelto e iba bien cuidado, este era una masa de pelo, pieles y músculos. Toda la piel que no tapaban las pieles o el pelo estaba recubierta de cicatrices. A su lado, apoyada contra la pared, había una gran hacha rúnica de hierro. Un escudo de diana también de hierro y con la marca del Toro en el centro le colgaba en la espalda. Parecía ignorar por completo a la multitud y estar muy a gusto allí sentado. Delante de la mujer estaba sentado un hombre que parecía un espantajo. Su olor podía olerse desde la barra del bar. No iba vestido más que con andrajos a excepción de una bella bufanda roja bordada con runas lunares que llevaba enrollada al cuello. Sobre su cabeza había algún tipo de animal muerto en una pose que pretendía ser lo más vívida posible.

–La vida me sonríe –soltó de repente el hombre toro. He sobrevivido otro año en honor a mi dios y he aniquilado mucho caos. La gente siempre se nos muestra agradecida cuando se descubre una guarida del caos.
–¿Y esa gratitud continúa una vez ha pasado el peligro? –preguntó la mujer. El rostro del hombre toro se ensombreció. Hizo un gesto negativo con la cabeza, irritado como un toro rodeado de moscas.
–No, cuando pasa el peligro, su gratitud se va reduciendo a la vez que su cerveza, su aguamiel y su hospitalidad. Siempre se alegran de vernos cuando hay peligro, pero cuando deja de haberlo siempre están ansiosos por que nos marchemos. El caudillo empieza a quejarse de lo que le cuesta nuestra bebida y comida y las mujeres se cansan de nuestras proposiciones. En ningún lugar parece haber suficiente peligro como para que siempre seamos bienvenidos.

–¿Y qué hay de la muerte? –preguntó la mujer. El hombre nervudo esbozó una fría sonrisa y respondió con voz rasposa:
–A nadie le apetece ver a la muerte. Claro que en tiempos de guerra casi somos bien recibidos, pero nuestra forma de matar es demasiado fría y carente de emoción para la mayoría. Si el dios así lo dispone, nunca vemos a parientes ni familiares. Todo lo vivo es igual a ojos de nuestro dios. A la gente le gusta estar cerca de nosotros en el muro de escudos o seguirnos en las cargas, pero nos mantienen alejados de su ganado, sus cosechas y sus mujeres embarazadas.

El espantajo fue el siguiente en hablar:
–Sí, vosotros lo pasáis mal, pero por lo menos vuestros dioses os tratan bien –los otros dos hombres se mofaron abiertamente de aquella afirmación–. No, escuchad, el mío me controla como un borracho a su asno y siempre parece tener doce opiniones distintas sobre cada cosa. A vosotros nadie se atrevería a haceros daño porque os tienen miedo, ¿pero hay alguien que pueda temerme a mí? La sátira y el ridículo no dan tanto de sí. Algún día me pasaré demasiado de la raya y entonces alguien encontrará mi cadáver en cualquier rincón oscuro, tan destrozado como lo ha estado siempre mi cabeza. Y sin nadie que vengarme –los dos otros hombres, sin decir palabra, pusieron una mano sobre los hombros del espantajo.

Los tres hombres miraron entonces a la mujer y el bruto preguntó:
–¿Y qué hay de la sanadora?

La mujer sonrío con cierta amargura.
–Ay, a todo el mundo le gustan las curanderas. Cuando pierden un brazo en un accidente o en una pelea sin sentido, se alegran de verme. Cuando el caos los ha maldito con la enfermedad o alguien ha sido envenenado, se alegran de verme. Deberíais haber visto cómo se alegraron de verme cuando hice una búsqueda para traer de vuelta a la hija de un caudillo que había sido asesinada injustamente. Ay, cómo me querían todos. Pero entonces curé a un caballo que un thane furioso había herido antes de curar al propio thane y me dio la impresión de que ya no me querían tanto. Luego acudí a una incursión y curé a todos los presentes por orden de urgencia y me quisieron aún menos. Y después fue cuando curé a una lunar.

El gigantón exhaló un grito ahogado, pero la mujer le contestó con una mirada ceñuda:
–No estaba manchada por el caos y necesitaba ayuda –se detuvo un momento para beber y luego prosiguió:– Y fue entonces cuando me sugirieron que tal vez ya era momento de que siguiera con mi camino. Ya veis lo mucho que me querían.

Después, los cuatro se quedaron en silencio, sumidos en sus propios pensamientos, mientras recordaban a un grupo de cuatro niños jugando juntos felizmente en un prado antes de que los dioses hubieran aparecido en busca de seguidores. Cada uno de ellos sintió un respingo y se levantaron para marcharse.

–¿Nos vemos el año que viene? –preguntó la mujer.
El espantajo y el hombretón asintieron con la cabeza.
–Mientras el dios me permita recordar ese prado, vendré –respondió el hombre nervudo con un susurro.

Luego salieron de la sala y el resto de la gente de la posada suspiró aliviada.       

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