Eran los primeros días, después de que las legiones del este llegaran
a estastierras.
Dos hermanas vivían en un fuerte de Dun Emrys: las hijas del señor
guerrero Morthid, que era viejo, débil, y se había rendido en paz.
Cada una de las hijas era tan bella como la otra. Las dos habían
nacido el mismo día, el anterior a la fiesta de Lug, el dios sol. Era
casi imposible distinguirlas, excepto porque Dierdrath llevaba un
capullo de brezo sobre el seno derecho, y Rhiathan la flor de un rosal
silvestre sobre el izquierdo. Rhiathan se enamoró de un comandante
romano del fuerte cercano, Caerwent. Se fue a vivir al fuerte, y hubo
un tiempo de armonía entre el invasor y la tribu de Dün Emrys. Pero
Rhiathan era estéril, y sus celos y su odio fueron creciendo, hasta
que su rostro se endureció como el hierro.
Dierdrath amaba al hijo de un valiente guerrero, muerto en lucha
contra los romanos. El nombre del hijo era Peredur, y había sido
expulsado de la tribu porque se oponía al padre de Dierdrath.
Ahora vivía en el bosque con nueve guerreros, en un desfiladero de
rocas donde ni una liebre osaba adentrarse. Por las noches se
acercaba a las afueras del bosque y llamaba a Dierdrath como una
paloma. Dierdrath iba a él y, con el tiempo, concibió un hijo suyo.
Cuando llegó la hora del parto, el druida, Cathabach, anunció que
sería una niña, y se le dio nombre: Guiwenneth, que significa «hija
de la tierra». Pero Rhiathan envió soldados a Dun, y Dierdrath fue
arrebatada a su padre, y llevada contra su voluntad a las tiendas,
dentro de la empalizada de madera del fuerte romano. También fueron
llevados cuatro guerreros de Dun, y el mismo Morthid, que accedió a
que la niña, cuando naciera, fuera adoptada por Rhiathan. Dierdrath
estaba demasiado débil para gritar, y Rhiathan juró en silencio que,
cuando naciera la niña, su hermana moriría.
Peredur, desesperado, lo veía todo desde las afueras del bosque. Sus
nueve estaban con él, y ninguno podía consolarle. Durante la noche,
atacaron el fuerte dos veces, pero fueron repelidos por la fuerza de
las armas... Y ambas veces oyó la voz de Dierdrath, que le
gritaba: «De prisa, salva a mi hija».
Más allá del desfiladero de piedra, donde los bosques eran más
oscuros, había un lugar donde el árbol más viejo era más viejo que la
tierra. Allí, Peredur lo sabía, vivía la Jagad, una entidad tan
eterna como la roca que habitaba. La Jagad era su
única esperanza, porque sólo ella controlaba el curso de la cosas, no
sólo en los bosques, sino también en los mares y en el aire. Vivía
desde los tiempos más antiguos, y ningún invasor podía acercarse a
ella. Conocía los caminos de los hombres desde el tiempo de la
Vigilancia, cuando los hombres no tenían lenguas con las que hablar.
Así fue como Peredur encontró a la Jagad.
Dio con un valle donde crecían cardos salvajes, y ningún brote le
llegaba más allá del tobillo. A su alrededor, el bosque era alto y
silencioso. Ningún árbol había caído y muerto para formar este claro.
Sólo la Jagad lo había creado. Los nueve guerreros que estaban con él
formaron un círculo, dando la espalda a Peredur, que se erguía entre
ellos. Todos sostenían ramas de avellano, de ciruelo y de roble.
Peredur mató un lobo y esparció su sangre sobre la tierra, alrededor
de los nueve.
Puso la cabeza del lobo mirando hacia el norte. Clavó su espada en la
tierra, al oeste del círculo. Dejó su daga en el este. Él mismo se
situó en el sur, dentro del anillo, y llamó a la entidad.
Así eran las cosas en los días anteriores a los sacerdotes, y la más
importante de todas era el círculo, que unía al invocante a su propio
tiempo, a su propia tierra.
Nueve veces llamó Peredur a la Jagad.
En la primera llamada, sólo vio los pájaros que volaban de los
árboles (pero qué pájaros eran, cuervos, gorriones, halcones, cada
uno tan grande como un caballo).
En la segunda llamada, las liebres y los zorros del bosque corrieron
alrededor del círculo y huyeron hacia el oeste.
En la tercera llamada, los jabalíes salvajes salieron de entre los
arbustos. Cada uno era más alto que un hombre, pero el círculo los
detuvo (aunque Oswry mató con su lanza al más pequeño para comerlo
luego; en otro tiempo tendría que responder por este acto).
En la cuarta llamada, los ciervos salieron de entre los matorrales,
seguidos por los antílopes, y cada vez que sus cascos tocaban la
tierra del bosque, el círculo se estremecía. Los ojos de los ciervos
brillaban en la noche. Guillauc puso un torque en las astas de uno de
ellos, para que llevara su marca, y en otro momento tendría que
responder por lo que había hecho.
En la quinta llamada, el claro quedó en silencio, aunque algunas
figuras se movían más allá del límite de la visión. Entonces, hombres
a caballo surgieron de entre los árboles y rodearon el claro. Los
caballos eran negros como la noche, y a los pies de cada uno había
una docena de perros grises, y un jinete a sus lomos. Un viento
silencioso agitaba sus capas, y las antorchas ardían, y esta salvaje
partida de caza dio veinte vueltas en torno a los nueve, gritando con
los ojos brillantes. No eran hombres de las tierras de Peredur, sino
cazadores de tiempos pasados y de tiempos venideros, reunidos allí
para proteger a la Jagad.
En la sexta y séptima llamadas, la Jagad vino, seguida de los jinetes
y los perros. La tierra se abrió y las puertas del subsuelo se
abrieron, y la Jagad surgió
a través de ellas: una figura alta, sin rostro, con el cuerpo
envuelto en túnicas
oscuras , con plata y hierro en las muñecas y tobillos. La hija caída
de la Tierra, la
airada y vengativa niña de la Luna. La Jagad se alzó ante Peredur y,
en el vacío
que era su rostro, apareció una sonrisa, y una carcajada terrible
asaltó los oídos
del guerrero.
Pero la Jagad no podía romper el círculo de Tiempo y Tierra, no podía
arrastrar
a Peredur lejos de aquel lugar y época, ni extraviarle en un lugar
salvaje donde
estuviera a su merced. Tres veces rodeó el círculo, deteniéndose sólo
ante Oswry
y Guillame, que supieron entonces que, al matar al jabalí y marcar al
ciervo, se
habían condenado. Pero su momento llegaría en otro tiempo, en otra
historia.
Entonces, Peredur le dijo a la Jagad lo que necesitaba. Le habló de
su amor por
Dierdrath, y de los celos de la hermana de su amada, y del peligro
que corría su
hija. Le pidió ayuda.
-Entonces, me quedaré con la niña -dijo la Jagad. Y Peredur le
respondió que no.
-Entonces, me quedaré con la madre -dijo la Jagad. Y Peredur le
respondió que no.
-Entonces, me quedaré con uno de los diez -dijo la Jagad.
Y llevó a Peredur y a sus guerreros una cesta de avellanas. Cada uno
de los
guerreros, incluido Peredur, tomó una avellana y se la comió, sin
saber que así
quedaban atados a la Jagad,
Y dijo la Jagad:
-Sois los cazadores de la larga noche. Ahora, uno de vosotros es mío,
porque
la magia que os entrego tiene un precio, un precio que sólo se puede
pagar con
una vida. Romped el círculo, porque el trato está cerrado.
-No -dijo Peredur. Y la Jagad se rió.
Entonces, la Jagad alzó los brazos hacia el cielo oscuro. A Peredur
le pareció
ver, en el vacío que era su cara, la forma de la hechicera que
habitaba el cuerpo
de la entidad. Era más vieja que el tiempo, y sólo los bosques
salvaban a los
hombres de su malvada mirada.
-Te devolveré a tu Guiwenneth -gritó la Jagad.- Pero cada uno de los
hombres
que están aquí pagarán por su vida. Soy la cazadora de los primeros
bosques, y
de los bosques de hielo, y de los bosques de piedra, y de los altos
caminos, y de
los pantanos cenagosos. Soy la Jagad, hija de la Luna y de Saturno.
Las hierbas
amargas me curan, los jugos ácidos me sustentan, la plata brillante y
el hierro frío
me dan fuerza. Siempre he estado en la Tierra, y la Tierra siempre me
alimentará,
porque soy la cazadora eterna, y cuando te necesite, Peredur, a ti y
a tus nueve
cazadores, os llamaré. Y aquel al que llame, partirá. No hay tiempo
tan remoto
que no pueda enviaros a él en una misión, ni lugar demasiado grande,
ni
demasiado frío, ni demasiado ardiente, ni demasiado solitario. Sabed
y aceptad
pues que, cuando la niña conozca el amor, todos y cada uno de
vosotros seréis
míos... para responder a mi llamada, o para no hacerlo, eso dependerá
de la
naturaleza de las cosas.
Y Peredur se entristeció. Pero, cuando todos sus amigos dieron su
consentimiento, aceptó, y así quedó pactado. Y, desde entonces, se
les llamó Jaguth, que quiere decir «cazadores de la noche».
El día que nació la niña, diez águilas aparecieron en el cielo,
volando en círculos sobre el fuerte romano. Nadie sabía cómo
interpretar el presagio, porque las aves eran un buen agüero para
todos los implicados, pero el número resultaba extraño.
Guiwenneth nació en una tienda, y sólo la vieron su tía y el druida.
Cuando el druida daba las gracias con humo y un pequeño sacrificio,
Rhiathan presionó un cojín contra el rostro de su hermana y la mató.
Nadie la vio hacerlo, y libró su muerte con tantos lamentos como
todos los demás.
Rhiathan tornó a la niña y salió del fuerte, y alzó a la niña sobre
su cabeza, proclamándose madre adoptiva, y proclamando a su vez padre
adoptivo a su amante romano.
Las diez águilas se reunieron sobre el fuerte. El batir de sus alas
parecía el sonido de una tormenta lejana. Eran tan grandes que,
cuando se agruparon, ocultaron el sol, y proyectaron una gran sombra
sobre el fuerte. De esa sombra surgió una de las águilas, que bajó en
picado del cielo. Batió las alas sobre la cabeza de Rhiathan, atrapó
a la niña entre sus enormes garras, y remontó el vuelo de nuevo.
Rhiathan gritó de furia. Las águilas se dispersaron rápidamente sobre
el campo, pero los arqueros romanos dispararon un millar de flechas,
para dificultar su vuelo.
El águila que llevaba a la niña era la más lenta de todas. En la
legión había un soldado famoso por su habilidad con el arco, y la
única flecha que disparó atravesó el corazón del águila, que dejó
caer a la niña. Al ver esto, las otras volvieron rápidamente, y una
de ellas detuvo la caída de la niña, recogiéndola sobre sus alas.
Otras dos atraparon al águila muerta entre sus garras. Con el bebé y
el ave muerta huyeron a los bosques, al desfiladero rocoso, y ya allí
recuperaron la forma humana.
Era Peredur el que había bajado por la niña, el mismo Peredur, su
padre. Yacía allí, hermoso y pálido en la muerte, con la flecha
todavía clavada en el corazón.
Cerca del desfiladero, la risa de la Jagad era como el viento. Había
prometido a
Peredur que le entregaría a su Guiwenneth. Y, por unos momentos, la
había
tenido.
El Jaguth llevó a Peredur al fondo del valle de piedras, donde más
fuerte era el
viento, y le enterró allí, bajo una roca de mármol blanco. Magidion
era ahora el
jefe del grupo.
Criaron a Guiwenneth lo mejor que pudieron, estos cazadores del
bosque,
estos guerreros proscritos. Guiwenneth era feliz con ellos. La
amamantaron con
rocío de flores silvestres y leche de cierva. La abrigaron con pieles
de zorro y
algodón. Cuando tuvo medio año, ya sabía andar. Corría antes de
cumplir cuatro
estaciones de vida. Poco después de aprender a hablar, ya conocía los
nombres
de las cosas del bosque. Su única pena era que el espíritu de Peredur
la llamaba, y
muchas mañanas la encontraban de pie junto a la roca de mármol, en el
desfiladero azotado por el viento, llorando.
Un día, Magidion y el Jaguth cazaban al sur del valle, y la chica iba
con ellos.
Acamparon en un lugar secreto, y uno de ellos, Guillauc, se quedó con
ella
mientras los demás cazaban.
Así fue corno Guiwenneth los perdió.
Los romanos habían buscado incansablemente en las colinas, en los
valles y en
los bosques que rodeaban el fuerte. Ahora olfatearon el humo del
fuego de
campamento, y veinte hombres se acercaron al claro. Pero un cuervo
delató su
presencia, y Guiwenneth y el cazador Guillauc supieron que estaban
perdidos.
Rápidamente, Guillauc se ató a la chica a la espalda con tiras de
cuero,
apretando las ligaduras hasta hacerle daño. Entonces, invocó la magia
de la
Jagad, y se convirtió en un gran venado, y con esta forma huyó de los
romanos.
Pero los romanos tenían perros, y los perros persiguieron al venado
durante todo el día. Cuando el venado estuvo exhausto, se dejó caer,
y los perros lo despedazaron. Guiwenneth fue salvada y llevada al
fuerte. El espíritu de Guillauc permaneció donde el venado había
caído, y el año en que Guiwenneth conoció el amor, la Jagad fue por
él.
Durante dos años, Guiwenneth vivió en una tienda, dentro de los altos
muros
de la fortaleza romana. Siempre se la encontraba luchando para ver
algo por
encima de los muros del fuerte, gritando y sollozando, como si
supiera que el
Jaguth estaba allí fuera y la esperaba. No se vio niña más
melancólica durante
aquellos años, y no hubo ningún lazo de amor entre ella y su madre
adoptiva.
Pero Rhiathan no quería dejarla marchar.
Así fue como el Jaguth la recuperó.
A principios del verano, antes del amanecer, ocho palomas llamaron a
Guiwenneth, y la niña despertó y las escuchó. A la mañana siguiente,
antes de
que saliera el sol, ocho búhos la llamaron. En la tercera mañana
estuvo despierta
antes de que sonara la llamada, y atravesó el campamento oscuro,
hacia el
muro, hasta el lugar desde donde veía las colinas que rodeaban el
fuerte. Allí había
ocho venados que la miraban. Tras un momento, corrieron rápidamente
colina
abajo, y sus cascos resonaron alrededor del fuerte, llamándola con
fuertes
bramidos antes de volver al valle.
En la cuarta mañana, mientras Rhiathan dormía, Guiwenneth se levantó
y salió
de la tienda. Empezaba a amanecer. Todo estaba silencioso, envuelto
en bruma.
Oyó el murmullo de unas voces, los centinelas en sus torres. Era un
día frío.
De la niebla surgieron ocho enormes perros de caza. Cada uno más alto
que la
niña, todos tenían los ojos como pozos, mandíbulas como heridas rojas
y
lenguas colgantes. Pero Guiwenneth no tuvo miedo. Se tumbó, y dejó
que el más
grande de los perros la tomara entre sus mandíbulas y la levantara.
Los perros se
dirigieron en silencio hacia la puerta norte. Allí había un soldado,
pero antes de que
pudiera dar la alarma, le desgarraron la garganta. Aún no se había
despejado la
niebla, cuando se abrió la puerta, y una patrulla de soldados a pie
salió del fuerte.
Antes de que se cerrara de nuevo, los ocho perros y Guiwenneth se
deslizaron
fuera.
Cabalgó con el Jaguth durante muchos años. Primero fueron hacia el
norte,
hacia los pantanos fríos, a través de las nieblas, refugiándose entre
las tribus de
caras pintadas. Guiwenneth era una chiquilla menuda a lomos de un
gran caballo.
Cuando llegaron al norte, encontraron monturas más pequeñas, pero
igual de
rápidas. Cabalgaron de nuevo hacia el sur, hacia el otro extremo de
la región,
atravesaron pantanos, ciénagas, bosques y valles, y cruzaron un gran
río.
Guiwenneth creció, se entrenó y adquirió habilidad. Por las noches,
dormía en
brazos del jefe del Jaguth.
Así, pasaron muchos años. La niña era hermosa en todos los sentidos,
y tenía
el pelo largo y rojo, la piel blanca y suave. Dondequiera que se
detuviesen, los
guerreros jóvenes la deseaban, aunque durante años no conoció el
amor. Pero
sucedió que, en las tierras del este, se enamoró por primera vez del
hijo de un
jefe que estaba decidido a poseerla.
El Jaguth comprendió que sus días con Guiwenneth tocaban a su fin. La
llevaron
de nuevo hacia el oeste, encontraron el valle y la piedra de su
padre, y allí la
dejaron, porque el que la amaba estaba muy cerca, y la risa de la
Jagad resonaba
más allá de las piedras. La entidad estaba a punto de reclamarlos.
El valle era un lugar triste. La piedra que cubría el cuerpo de
Peredur siempre
brillaba, y mientras Guiwenneth esperaba allí, sola, sucedió que el
espíritu de su
padre surgió de la tierra, y ella le vio por primera vez, y él la vio
a ella.
-Eres la bellota que crecerá hasta convertirse en roble -le dijo.
Pero ella no le entendió. Dijo Peredur:
-Tu tristeza crecerá hasta convertirse en furia. Proscrita como yo,
ocuparás mi
lugar. No descansarás hasta que el invasor se vaya de estas tierras.
Le
perseguirás, le quemarás, le expulsarás de sus fuertes y de sus
pueblos.
-¿Cómo haré tal cosa? -preguntó Guiwenneth.
Y, alrededor de Peredur, aparecieron las formas fantasmales de los
grandes
dioses y diosas. Porque el espíritu de Peredur estaba libre de las
garras de la
Jagad. Cumplido el trato, ella no le había reclamado, y en el mundo
de los espíritus
Peredur era renombrado, y guiaba a los caballeros que corrían con
Cernunnos, el
Señor de los Animales, el de las grandes astas. El dios astado
levantó a
Guiwenneth del suelo e insufló el fuego de la venganza en sus
pulmones y la
semilla del cambio, para que pudiera transformarse en cualquier
animal del bosque.
Epona le tocó los labios y los ojos con rocío de luna, para cegar las
pasiones de
los hombres. Taranis le dio fuerza y truenos, y así fue poderosa en
todos los
sentidos.
Se convirtió en raposa y entró en el fuerte de Caerwent, donde su
madrastra
dormía con el romano. Cuando el hombre despertó, vio a la chica de
pie junto a
su camastro, y enloqueció de amor por ella. La siguió fuera del
fuerte, en medio
de la noche, hasta el río, donde se quitaron la ropa y se bañaron en
las aguas
frías. Pero Guiwenneth se convirtió en halcón y voló sobre su cabeza
y le picoteó
los ojos hasta dejarle ciego. El río le arrastró, y cuando Rhiathan
vio el cadáver de
su esposo, el corazón se le rompió, y saltó de los altos acantilados
para
estrellarse contra las rocas marinas.
Así, la chica Guiwenneth volvió al lugar de su nacimiento.
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